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#TheWalkingDead las flores entre los cadáveres

La serie televisiva, libremente basada en el cómic homónimo de Robert Kirkman, ha regresado hace unas semanas a la parrilla estadounidense en su quinta temporada.


The Walking Dead, a estas alturas, ya no necesita presentación. La serie de televisión producida por AMC se encuentra inmersa en su quinta temporada y los datos de audiencia, en Estados Unidos, como cada año, no han hecho sino crecer. Los espectadores no parecen cansarse de seguir las aventuras de un puñado de supervivientes en un apocalipsis zombi en el que la desesperación aguarda en cada recodo del camino.

CONFESIONES SOBRE LOS ZOMBIS

Una cosa está clara: la franquicia televisiva que nos ocupa no es un producto redondo en absoluto. Durante las primeras temporadas, abundaba el discurso de la masa de los muertos vivientes como peligro constante que oprimía la vida de los que resistían, en ese páramo desolado que es el sureste estadounidense en el relato audiovisual.
Sin embargo, los sucesivos encargados de dar forma a la serie –en la actualidad Scott Gimple– han ido cambiando las tornas hasta convertir la serie en un enfrentamiento ser humano vs. ser humano en el que los zombis se han ido convirtiendo en una ruidosa turba que funciona más como telón de fondo que como motor de trama.


El foco se ha ido situando en distintas comunidades humanas, explorando su distinto grado de deshumanización  y el modo en el que el ser humano lucha entre su naturaleza predatoria y su naturaleza compasiva. Sin embargo, se ha ido repitiendo el patrón de un modo tal que la serie, en algunos momentos, se ha convertido en un catálogo de miserias morales con personajes de opereta que hacían que uno se preguntara qué hacía viéndola.
De hecho, lo reconozco, ha habido tramos –en especial la aburridísima primera mitad de la segunda temporada y algunos momentos de la tercera– en los que la he abandonado por un tiempo; también hubo capítulos en los que me salté minutos y minutos. Porque The Walking Dead no tiene apenas personajes con los que me identifique y, de algunos, aunque lleven cinco temporadas pululando por ahí ni me sé el nombre. A Glenn y su constante mohín lo habría entregado como sacrificio al dios de los zombis desde el minuto uno. Carl el hijo del Rick– es un actor tan escaso de talento que su personaje da bandazos imposibles de explicar. El propio Rick, resulta interesante tan solo a ratos, pues alterna la catatonia emocional con la tiranía sanguinaria que ejerce sobre su propio grupo.
Sin embargo, pese a esto, pese a las incoherencias de trama –esos personajes que desaparecen durante capítulos y a los que nadie, ni siquiera su familia, parece echar de menos–, en sus rachas buenas, pocas series me enganchan y me golpean emocionalmente tanto como este relato de un grupo de humanos al constante borde del precipicio.
Porque he encontrado mi propio modo de verla. No me duele ignorar escenas y escenas, porque sé que lo que valoro de The Walking Dead no son las apariciones de los enjambres zombis, ni las grandes batallas, ni la ridícula retórica de personajes tan cansinos como ese Gobernador perpetrado por David Morrissey. Mi particular The Walking Dead es un puñado de capítulos y una miríada de momentos. Es el enorme piloto, que muestra la inextinguible voluntad de vivir; el enorme 3x12 en el que la melancolía y la locura hacen mella en un personaje que arrastra la infelicidad como una carcoma; es el momento de la cuarta temporada en el que se invita a una niña a que mire las flores, porque su vida ya no tiene nada de inocencia sino de amenaza para los que resisten; es una canción de Tom Waits entre los restos de una vida y de una prisión que son la misma cosa; es, en esta temporada, un cura y su iglesia que ya no es la casa de dios, sino cuatro paredes y un techo.

LOS RETOS DE LA ACTUAL TEMPORADA

Y volviendo a la actualidad, la serie atraviesa un buen momento en cuanto a trama. El relato se abre en varios frentes y, mientras no repitan vicios pasados, estos apuntan bien. El grupo que se encamina hacia Washington, por la mera naturaleza de la serie, está abocado al fracaso. El que comanda el cada vez más animalizado Rick parece que habrá de enfrentarse a otra amenaza de un grupo de humanos, en mi opinión, más interesante que en casos anteriores; aunque espero que no se demoren demasiado en ello, que no desangren el arco argumental. Ese microcosmos policial y carcelario está bien bosquejado, pero no da para muchos capítulos.
Teniendo todo esto en cuenta, el mayor problema al que se enfrenta The Walking Deaden el medio y largo plazo, es la obvia imposibilidad de la catarsis conclusiva. No puede haber cura para los zombis, no puede haber muerte para todos los personajes. La serie y su mundo corren el peligro de devenir un eterno purgatorio en el que los personajes se vayan convirtiendo en titanes inmortales obligados a repetir sus sangrientas tareas una y otra vez. Sin embargo, si por el camino saben siguiendo detenerse de vez en cuando en la fragilidad de la vida, si siguen ofreciendo perlas audiovisuales en las que se explore los elementos más indestructibles de lo que significa seguir siendo humano, yo seguiré ahí. The Walking Dead tiene potencial para, sino la estiran en demasía, continuar cuestionando, durante alguna temporada más, lo que resiste de nuestra humanidad cuando todo lo demás se desmorona a su alrededor.

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